Con actitud conservadora le sugiero a La Kruber: "¿Y si nos quedamos en lo de tu tía?".
Acepta enseguida, felíz de no tener que desafiar al tránsito porteño.
Su tía tiene una pensión en Once y nos recibe con cerveza y papas fritas. Hasta ahí, el paraíso, salvo porque este hostel está ambientado con objetos antiguos, colgantes. Un sórdido museo habitado donde, por momentos, sentís que esas cosas no te quieren ahí.
Entonces, con una servicialidad (¿Inventé una palabra? Ni ganas de googlear) que asusta, te prestan ropa para dormir y observás que las prendas huelen a no vos. Ahí le das cabida a los registros de tu Yo desorientado ("¿Qué hago en este lugar, en esta cama, con esta ropa?")
Cuando llegan las respuestas (salí de un Congreso, se hizo tarde, nos prestaron ropa, cama, habitación) aquel extraño rincón del mundo se vuelve amable. Hasta que...
... algo irrumpe en tu frágil equilibrio.
Una imagen que te observa desde el oscuro mueble que tenés justo frente a vos.
¡Es un mini IT! Y te mide como para desollarte mientras dormís.
--¿Este ente se va a quedar ahí toda la noche, mirándome? -- le digo a la Kruber, que ya está contando las primeras ovejas.
--Si querés lo sacamos.
--¿Estás loca? ¿Y dónde lo metemos? ¿En el mueble? ¿Y si el hijo de puta se escapa y vuelve solito hasta ahí y me doy cuenta de que está vivo? Naaaa, en esta no me agarra.
Por puro morbo, salto de la cama y me acerco hasta el engendro de porcelanato. Entierro mi dedo en su cabellera ficticia. Un espanto. Escalofríos.
Acto seguido le saco una foto (sí, sí, lo retrato para robarle el alma)
La Kruber se ríe de mi histeria, pega sus pestañas y a otra cosa. Todavía me pregunto cómo hice para dormir.
--Te juro que le ganó al payaso de La Tipa, --le digo a Abel, al otro día, contenta de estar en medio de tanta gente, otra vez en el Congreso, entre libros, micrófonos y gente.