De pronto estaba en tu palma. Ahí donde hace un rato no había nada, ahora se agitaba una pluma blanca. Quién sabe de dónde venía, qué brisa la había traído hasta vos, pero ahí estaba, con sus pelillos.
Ibas por una calle cualquiera, sin rumbo, cuando se pegó en tu abrigo y casi por inercia la despegaste de vos para mirarla. Algunos habrán pensado que estabas loco (por tu manera de acercarla a tu cara hasta ponerte bizco) pero vos bien sabías que no, acaso algo extraviado, náufrago de plazas, sin saber qué hacer un domingo, sin un deporte practicado desde chico que te rescatara del regreso involuntario a la vida impar.
Desde que ella te había dejado, andabas por ahí, como alga que se desprende del fondo barroso y se deja arrastrar por la corriente submarina. O no, más bien como un pedazo de estatua que se desprende del original, cascote que rueda solitario hacia su inexorable destino de polvo. Tus días eran gemelos, hombrecitos de papel unidos por los brazos de las horas, consejos resbalosos cayendo en tu tristeza como en un aljibe.
Cada vez que habías buscado la puerta hacia alguna parte (y los bares estaban cerrados, clausuradas las cantinas, tapiados los corazones) esperabas algo. Como una fiera ciega y vieja busca con el último aliento el mejor sitio para ir a morir, vos buscabas, esperabas, el mejor sitio para vivir.
Ahora tenías con quién absorber la última intención de luz de la tarde. No te importaba por cuánto tiempo, ni la edad de la pluma, sólo sentirla conectada a tu vibración interna, como si compartiera con vos la tensión de hacer equilibrio en la misma cuerda. No como esas noches de tabaco y cerveza, hablando de cosas que no te importaban, con caras que no reconocerías porque no te interesaba retener, con nombres que si te los dijera jurarías que nunca escuchaste, dejando pasar los días; como un chico que se ratea de la escuela, rateándote del tiempo. Noches en que las burbujas subían al vaso y vos las mirabas con temor a que cuando todas explotaran te tocara a vos, el joven que explotó de amor, titulares blancos sobre placas rojas. Y sin embargo, no explotabas.
Tu casa te veía llegar borracho, chocar con muebles, vomitar espeso, líquido, ya no vomitar, y salir a tomar aire a la inmensa madrugada de tu balcón. Entonces, mientras tu mundo giraba en el agujero del inodoro, esas caras ajenas volvían como bufones, seguían hablando de lo que no te importaba, diálogos agusanados, lenguas como lombrices penetrando en tus oídos muertos.
Pero ahora, desde que tu pluma había llegado, ahora que sus pelillos danzaban al viento, ser suave era una posibilidad. Si hasta te daban ganas de pensar en cosas lindas: la cola gorda de una sirena, el patio de tu infancia con su limonero, el charco barrial por el que navegaran tantos barcos con sus policiales, necrológicas, clasificados. Adiós barcos.
Al final, tu pluma era una reducida máquina del tiempo que te llevaba de un lugar a otro sin consultar. Eso te hacía tanta gracia que empezaste a reírte a puro diente. Cómo te hubiera gustado que ella riera con vos, dando saltos de hipo en la palma de tu mano. Entonces, nada en el mundo hubiera podido ser tan importante. Adiós pluma. Adiós.