Pueblo muerto a la hora de la siesta, en un jardín prestado, yo juntaba caracoles. Caracoles vivos. Los había por cientos. Me gustaban por solitarios, por la extrema sensibilidad de sus ojos que se contraían ante el mínimo amague de contacto.
Durante el día, la nena de 11 años coleccionaba caracoles, por la noche, el asomo de mujer, soñaba con la fuerza rompiente de aquella voz prodigio.
El sueño tenía un nombre y un rostro: Luis Miguel.
“Fría como el viento, peligrosa como el mar, eres como un potro sin domar…”, sonaba el doble cassettera en la oscuridad de la habitación impersonal de una casa alquilada.
Grillos, penumbra, animarse a pensar en lo prohibido. Dar vuelta el cassette. Lado A. Lado B. La incondicional. Pupilas de gato. Por favor, señora. Culpable o no. Melodías sin tiempo a las que inventaba escenas, rostros, formas del amor. Mi propio videoclip.
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Año 1992. Luis Miguel llega a la Argentina para dar dos recitales en el Luna Park. Del primer cajón de mi mesa de luz, saco una entrada. La beso. La vuelvo a guardar entre papeles de chocolatines y cartas con corazones flúo.
Esta vez, la ilusión es compartida. Mariela, mi casi hermana, remera Benetton fucsia, zapatillas foos de color, vomita en el colectivo que nos lleva a capital. La ansiedad por la proximidad del ídolo es para mí un laxante.
Entonces, la peor noticia: el padre de Luis Miguel agoniza en la cama de un hospital de Europa. Nuestros corazones se achican.
Él toma un vuelo Buenos Aires-Madrid pero no alcanza a sostener la mano viva de Luis Rey. Horas más tarde, de vuelta en suelo porteño, El Sol sale al escenario a demostrar que es grande.
América, de Nino Bravo, es un temblor en nuestros cuerpos adolescentes. Nos pellizcamos, para estar seguras. Estamos ahí. Y él también. Minutos antes sosteniendo la mano sin pulso de su padre, ahora, cantando.
“Cantar siempre ha sido una terapia”, dice por entonces.
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Vélez Sarfield, Estadio Mundialista, Núñez, escenarios en los que somos testigos, una y otra vez, de su entrega.
“Yo sé que volverás cuando amanezca…¨, le pone letra y música a mi primer gran frustración amorosa. La escucho con auriculares en la hora de matemática de un aula de segundo piso de la Escuela Media Nº 3. Casi me la llevo a marzo. Pero las canciones las sé de pe a pa.
Inviernos de boleros, nuevas giras, su voz con alas, invitación a las alturas. Mudanzas, peleas, almanaques, elecciones, reconciliaciones. Todo, con sus discos de fondo. Vestigios de mar, colección de caracoles, eucalipto, grillos, alas.
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