Aquella noche bajé la luna.
No me costó nada,
estiré los brazos y se la quité al cielo como botón de un viejo saco.
Blanca y perfecta como una novia triste
como un pan leudado y silencioso
ahí estaba mi luna
sobre una arena pálida
sin alguien que supiera hacer alguna otra cosa que adorarla
o sentarse a pensar en su belleza.
Siglos después de contemplarla,
la revoloteé
nadé a su alrededor en la arena caliente
creándole anillos de Júpiter,
entré y salí por sus ojos desiertos como una lombriz luminosa
fosforescí
y me quedé a dormir en su boca más desnutrida
un agujero donde, sin embargo, hasta el frío era cálido.
Cuando desperté,
la marea nos había arrastrado
con su lengua de travesuras
hasta el ombligo del océano
que es, a la vez, el centro del verano
y así anduvimos
contando las arrugas
los naufragios
borrachas de profundidad desde la superficie.