lunes, 21 de febrero de 2011

Lunares




Aquella noche bajé la luna.

No me costó nada,

estiré los brazos y se la quité al cielo como botón de un viejo saco.



Blanca y perfecta como una novia triste

como un pan leudado y silencioso

ahí estaba mi luna

sobre una arena pálida

sin alguien que supiera hacer alguna otra cosa que adorarla

o sentarse a pensar en su belleza.



Siglos después de contemplarla,

la revoloteé

nadé a su alrededor en la arena caliente

creándole anillos de Júpiter,

entré y salí por sus ojos desiertos como una lombriz luminosa

fosforescí

y me quedé a dormir en su boca más desnutrida

un agujero donde, sin embargo, hasta el frío era cálido.



Cuando desperté,

la marea nos había arrastrado

con su lengua de travesuras

hasta el ombligo del océano

que es, a la vez, el centro del verano

y así anduvimos

contando las arrugas

los naufragios

borrachas de profundidad desde la superficie.