lunes, 13 de octubre de 2008

RIÑA DE GALLOS


Lo del Chiquito era un sucucho húmedo y sucio, en el que nadie sacaba número. Era una verdulería familiar, con piso de cemento, paredes manchadas y sus hileras de cajones de frutas y verduras.


La atendía “El Chiquito” (apodo con cierta ironía para alguien de las dimensiones de un ropero antiguo) canoso, con su chaleco azul arratonado, misma camisa siempre y una postura de Jorobado de Nôtre Dame, pero con muy poco del glamour francés y bastante más de veterano buldog. Era el viejo más sucio y menos amable del barrio, pero todos le seguían comprando.


Lo primero que sonaba al abrir la puerta de la verdulería era un llamador de vidrio, y de ahí en más, sólo había que esperar el turno. En segundos, la verdulería se convertía en un contingente de vecinas apuradas o que se las daban de, con sus bolsas de lona rayada y su prole de hijos colgando; y el Chiquito hacía lo que podía, lo que en general significaba atender al boleo y dar rienda suelta a los avivados de siempre, expertos en colarse.


Bananas, Naranjas, pepinos, zapallitos, calabaza (no muy grande, por favor) lechuga (¿es fresca Don Chiquito?) reclamos varios (no me va a meter la mula ¿eh?) y changuitos hasta el tope, desfilaban por el sucucho, rengueando de llenos.


En una de esas veces en que el chiquito pronunciaba la frase predilecta de su diccionario verdulero “¿Quién sigue?”, se abalanzó sobre el mostrador la señora de Suazo y dijo lo suyo.
-Flor de sinvergüenza resultó Usté.
-¿Cómo dice?
-Lo que escuchó Chiquito. No se haga el sordo.
-Expliquesé señora –el Chiquito se limpió las manos con una rejilla húmeda y sucia.
-Quién iba a decir. Venir a meterme el perro. Quince años que lo conozco – la mujer golpeó el mostrador enfurecida- Quince.


En tanto que la discusión iba levantando el tono, la señora de Suazo le reclamaba por dos kilos de menos en una bolsa de papas y el Chiquito lo negaba convencido ante todos los presentes que eran cada vez más desde que iba en aumento la posibilidad de una trifulca.


-Le digo que no señora.
-Yo las pesé, Chiquito. Usté es un ladrón.
-Bueno, le doy los dos kilos que falta.
-Usté se cree que me importan los dos kilos- la señora de Suazo transpiraba el bozo.
-No sé más que decirle, Sra.


Cunado el diálogo se estaba tornando circular llegó Don Suazo quien entró como un viento a la verdulería y hasta rompió el llamador de la entrada. Se fue hasta el mostrador, la corrió con el brazo a su mujer y le dijo al Chiquito.


-¿Qué te pasa viejo de mierda?


El Chiquito le hizo un ademán con la mano, como diciendo “es inútil, me voy” y empezó a caminar hacia la puerta interior que comunicaba el sucucho con su casa, como una rata que emprendiera su huída en cámara lenta. No hizo dos pasos que el Sr. Suazo se metió por atrás del mostrador y lo agarró por el cuello (era, junto con El Chiquito, uno de los más altos del barrio, aunque más joven que éste)


El viejo, zafándose como pudo, estiró un brazo hasta el costado de la balanza y alcanzó su cuchillo verdulero. Elemento en mano, rebanó el aire con cara de desquiciado, como haciendo gala de un símbolo fálico y desafió a Don Suazo, que no se quedó atrás y con un certero movimiento se hizo de su propia arma blanca: un cuchillo con filo serrucho.


-Yo le vuá a enseñar como se parte al medio un melón- susurró entre dientes Don Suazo.
Para entonces, la verdulería era un ring y los vecinos empezaban a hacer sus apuestas. Por lo bajo se escuchaba “Don Suazo lo mata, lo mata” o “no creas, El Chiquito era boxeador” y el infaltable “acá va a correr sangre, yo sé lo que le digo”.

De un lado, arremangado, con sus casi dos metros de humanidad y una jiba desafiante, El Chiquito; del otro, metro noventa, aire compadrito, Don Suazo, el devenido héroe barrial por su valentía en la lucha por los derechos del consumidor.

El primer navajazo lo tiró El Chiquito. Su rival se tiró para atrás con agilidad y arremetió con su serrucho, pero no llegó. Ambos avanzaban y retrocedían impulsados por la adrenalina, sudorosos. Luego de varios intentos errantes, filo va, filo viene, El Chiquito fue ganando terreno hasta que arrinconó a su contrincante contra las bolsas de papas. Don Suazo, tomó una de las bolsas y la arrojó contra aquel placard inconmovible, pese a sus años, hasta hacerlo tambalear. Pero hacía falta algo más que una bolsa de papas para derrumbar a ese dinosaurio de pelo grasoso que ahora más enervado que antes, se disparaba contra su enemigo a puro alarido logrando pincharle el hombro.

Al ver la sangre, que ya empapaba la musculosa blanca de Don Suazo, la señora de Suazo cayó desplomada sobre los cartones de huevos (de más está decir que no se salvó ninguno) y la pelea quedó ahí por razones obvias. Los vecinos que seguían el minuto a minuto sin perderse movimiento, tuvieron que ocuparse de contener a los luchadores y socorrer a los Suazo, uno por herido; la otra, por desmayada.

En un instante, la verdulería había quedado desolada. El Chiquito, solo, en medio de dos hileras de cajones, como gladiador sin hinchada, y ante la posibilidad de que alguien estuviera mirándolo todavía, se pasó el trapo de rejilla por la frente, manoteó una manzana y la mordió desafiante, como enviando un mensaje mafioso.

La última en cerrar la puerta había sido la culona del barrio, quien se fuera al grito de “yo acá no piso más”, lo que de alguna manera resultaba un alivio para “El Chiquito”, quien nunca había soportado su voz de pito.