martes, 4 de noviembre de 2008

NUNCA SE SABE



-¿Alguien en el mundo se sentirá tan Vacaraña? –se preguntaba la princesa mientras rumiaba su aburrimiento en los sillones reales.


Le era familiar sentirse así, dividida. Por un lado esa sensación de rumiante de quedarse esperando algo, sin saber qué; por el otro, la inquietud de las arañas, moverse con histeria, salir a buscar, tejer la tela de sus deseos.

Con sus ojos vacunos echados sobre los corredores, veía sin mirar las cosas de siempre, las cortinas bordadas, los jarrones medievales y al final del corredor el cuadrado verde del afuera, entrando prolijo por los ventanales. Si al menos un yuyito rebelde, pero nada.

En momentos como ese, la pesadez bovina prevalecía. Un poco más de presión en su pecho terminaría por aplastar a las arañas.

-Ahhh, cuando será el día en que llegue mi Moscabeja- suspiraba la princesa empañando los oros y cristales más cercanos.

Sólo entonces, ante la incertidumbre del amor, las arañas arremolinadas se hacían sentir en su estómago.

Maldito sentir de Vacaraña, por qué tenía que aparecer siempre con el gran día, la hora en que pretendientes de todas latitudes y altitudes estarían cruzando terruños inciertos, montados en Orcaballos, luchando cuerpo a cuerpo contra manadas de Tigrescarabajos y guardando como trofeo las colas de Gorilagartos -eso sin contar las trampas de las astutas Tortugallinas-. Todo por pedir su mano.

De un momento a otro, su padre, el rey, trazaría un brillo en el aire con su adornado índice, gesto que sería traducido por los plebeyos como una orden para bajar las compuertas del castillo, y daría inicio al desfile de los recién llegados.

La princesa quería y no quería. Tantas veces había visto la procesión: reverencias almidonadas seguidas de besos de protocolo y palabras de amor en todos los idiomas. Y nada, ni asomo de su Moscabeja.

Ahoa los príncipes avanzaban obligando a sus Orcaballos a trotar livianamente y saludaban desde sus monturas a los Jabaliebres apostados en la entrada.


La Princesa bostezaba. Ganaba la vaca. Mostraban sus brillos. Ganaba la vaca. Ostentaban sus trajes. Vaca, vaca, vaca. Hasta que, una luz, no, un brillo, la encandiló. Un flash intermitente, emanado de la mirada de uno de los pretendientes de la fila, dejó patas para arriba a todas sus arañas.

- Es él -se emocionó la princesa- mi Moscabeja.


Y ahí nomás, se desmayó sin elegancia.


Al volver en sí, todavía un poco mareada por aquella luz, creyó estar en los brazos de su anillado amante, aquel que zumbando la sacaría del castillo, pero no, en su lugar unas pupilas alargadas se clavaban en las suyas y un ronroneo hacía más grato el despertar.

Quién diría. Con el amor nunca se sabe. Venirse a enamorar de un Luciernagato.