Obelisco y Av. Nueve de Julio.
Esperando el subte.
Plaza Miserere
Este texto lo escribí hace algunos años, luego de un viaje a la capital.
La ciudad no tiene sexo. Es esta garganta enrojecida y enferma, empecinada en mostrarse. Perdida en el asfalto, no puedo ver los rostros. Cada esquina es un espejo roto. Giro sobre mi eje, levanto la vista. Alguien recortó los edificios, las estatuas, los carteles y los pegó en este collage. Tal vez todos seamos de papel –pienso- y me interno en la boca de un subte, en su mal aliento.
La máquina se aproxima, el sonido metálico es cada vez más fuerte; ahí está, disminuyendo su marcha paulatinamente, aunque sólo unos segundos, los necesarios para que los insectos bajen, caminen, se empujen y precipiten hacia luz, cadáveres desesperados por salir del nicho y echar a andar.
Las escaleras de Once me escupen a la calle y en Plaza Miserere son las dos de la tarde. Un pibe hace que toca el bandoneón y se limpia los mocos en la manga de su camisa a cuadros, tres talles más grande. Desde sus ojos me mira un hombre. Cómo darle la moneda que me pide, sin herir su dignidad.
La angustia es cómo un vómito, llega de repente, sin darme tiempo a contenerlo en la garganta. La angustia, esa babosa gorda, pegada al alma.
Esqueletos de papel publicitando ropa interior en rascacielos, taxistas apurados en apurarse, limpiavidrios, bolsas de nylon, ladrones, yuppies, choripanes, celulares con tapita y sin tapita, los insectombres del subte ahora en la calle, ricachonas con labiotox regodeando su lujo como pavos reales, peruanos, chilenos, japoneses, porteños.
Semáforo en rojo. Un viejo se para en medio de la calle, los brazos en cruz, de cara a los autos y gime una plegaria. Verde. Bocinazos. Todos aceleran. El viejo corre hasta la acera desgarbado como marioneta en manos de un desquiciado. Y yo lo sigo. No sé adónde va, ni qué busco en él.
Lo sigo por cuadras y recovecos, sin saber por qué, o sí, porque estoy perdida, porque sus ojos me recuerdan a los de mi abuela, redondos y sencillos. ¡Ah! los ojos de mi abuela, sólo en ellos podría dormir, tirarme en su arruga más profunda, como perro al sol , a soñar con un mundo sin cartoneros ni cartoneritos, sin niñombres, una ciudad entera de ñoquis con tuco, tortillas,orégano y arroz con azafrán.
La ciudad no tiene sexo. Es esta garganta enrojecida y enferma, empecinada en mostrarse. Perdida en el asfalto, no puedo ver los rostros. Cada esquina es un espejo roto. Giro sobre mi eje, levanto la vista. Alguien recortó los edificios, las estatuas, los carteles y los pegó en este collage. Tal vez todos seamos de papel –pienso- y me interno en la boca de un subte, en su mal aliento.
La máquina se aproxima, el sonido metálico es cada vez más fuerte; ahí está, disminuyendo su marcha paulatinamente, aunque sólo unos segundos, los necesarios para que los insectos bajen, caminen, se empujen y precipiten hacia luz, cadáveres desesperados por salir del nicho y echar a andar.
Las escaleras de Once me escupen a la calle y en Plaza Miserere son las dos de la tarde. Un pibe hace que toca el bandoneón y se limpia los mocos en la manga de su camisa a cuadros, tres talles más grande. Desde sus ojos me mira un hombre. Cómo darle la moneda que me pide, sin herir su dignidad.
La angustia es cómo un vómito, llega de repente, sin darme tiempo a contenerlo en la garganta. La angustia, esa babosa gorda, pegada al alma.
Esqueletos de papel publicitando ropa interior en rascacielos, taxistas apurados en apurarse, limpiavidrios, bolsas de nylon, ladrones, yuppies, choripanes, celulares con tapita y sin tapita, los insectombres del subte ahora en la calle, ricachonas con labiotox regodeando su lujo como pavos reales, peruanos, chilenos, japoneses, porteños.
Semáforo en rojo. Un viejo se para en medio de la calle, los brazos en cruz, de cara a los autos y gime una plegaria. Verde. Bocinazos. Todos aceleran. El viejo corre hasta la acera desgarbado como marioneta en manos de un desquiciado. Y yo lo sigo. No sé adónde va, ni qué busco en él.
Lo sigo por cuadras y recovecos, sin saber por qué, o sí, porque estoy perdida, porque sus ojos me recuerdan a los de mi abuela, redondos y sencillos. ¡Ah! los ojos de mi abuela, sólo en ellos podría dormir, tirarme en su arruga más profunda, como perro al sol , a soñar con un mundo sin cartoneros ni cartoneritos, sin niñombres, una ciudad entera de ñoquis con tuco, tortillas,orégano y arroz con azafrán.