jueves, 14 de abril de 2011

Acertijo

Todo comenzó así, con algo en la garganta, una molestia que no era picazón, ardor, ni dolor y que se parecía mucho a un ahogo sin espasmos, imperceptible a la mirada ajena.

Algo silencioso y continuo que, aunque con dificultad, me permitía respirar. No me había atragantado con un huesito de pollo, espina o cosa que se le parezca, sin embargo.

Tampoco era fruto de mi alergia natural a ciertos naturales verdes que me acecha en plazas, parques, patios de luz con plantitas y bosques del sur.

Abrí la boca como para tragarme el espejo y observé mis cuerdas vocales. Sin ser médica, intuí que todo estaba en su lugar y gozando de colores standard.

La campanilla se veía saludable en su húmeda trinchera. Me saludaba cual Heidi desde la cabaña del abuelo.

Traté de olvidar la molestia ocupándome en ciertos menesteres domésticos y otros: sacudí un sillón, preparé unos mates, leí un poco y hasta dejé que la crema de enjuague actuara en las puntas todo el tiempo que aconsejaba el envase, durante la ducha. Distractivos, todos, poco eficaces.

La cosa seguía ahí.

Pasaron más noches que días y yo seguí acarreando mi vano intento de hallar la causa de tal sentimiento de atore.

Hasta que puse en el campo de batalla todos los soldados. No más sacudir sillones. Abrí nuevamente la boca frente al espejo y, esta vez, ya sin antojo de evasivas, busqué el verdadero causante del síntoma que empezaba a treparse a mi mirada y a propagarse como una maleza.

Entonces advertí en mi garganta algo símil patita de mosca. Suavemente y evitando la arcada, la tomé entre mi índice y mi pulgar, como si de aquella pinza dependiera el descubrimiento de alguna importante vacuna.

Tiré apenas para comprobar la resistencia del hallazgo. Un poco más y aquello, no sin cierta tensión, empezó a salir.

De repente, para mi asombro, la símil patita de mosca se transformó en una letra, que al brotar a la superficie delató la presencia de otra, y esa de otra, y así. Una cadena de letras que saqué de mi boca como un mago su pañuelo.

Todavía no podía creer lo que estaba sucediendo cuando la panza de una O destapó por competo mi obstrucción. Serían algo más de una docena. No estaban todas las del abecedario. Y había algunas desconocidas.

Respiré con alivio mientras la serie de confusas grafías serpenteaban eslabonadas en mis manos temblorosas.

Desde entonces –hace siglos, a mi pesar-- armo crucigramas, anagramas, versos, canciones, poemas, grafitis, documentos, con la ilusión de que, algún día, o madrugada, me sorprenda habiendo comprendido qué –por fin-- quiero decirme.

El misterio del niño muerto, de la artista argentina Flavia Da Rin